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domingo, 23 de enero de 2011

Sed de fluir (2010), de Pablo Fante - prólogo de Juan Cristóbal Romero




Hay en las tradiciones herméticas una doctrina según la cual el ser humano primordial contendría un cuerpo de ambos sexos. En el origen de la creación, este ser andrógeno habría sido dividido en sus opuestos condenándosele a anhelar su mitad perdida en un firme deseo cuya culminación se mantendría eternamente aplazada. Tal tradición, que se remonta posiblemente al mito platónico de los seres esféricos, se haya presente en la poesía de todos los tiempos: en el amor udrí de la lírica persa, en las canciones provenzales y en los sonetos del dolce stile novo a partir de los cuales esa doctrina irradió un extenso influjo sobre gran parte de la poesía moderna. Como Guillermo de Aquitania, como Dante, como San Juan de la Cruz, de cuya balbuciente dicción es deudor, Pablo Fante retoma una vez más el mito haciendo suyos los mismos recursos técnicos –la rima, la aliteración, las variantes métricas– con que los antiguos poetas cantaron sobre el amor idealizado.

La lectura de Sed de fluir no es fácil; contiene una carga intelectual evidente. Da la impresión que la conclusión de la idea queda siempre pendiente, discontinuada. Para su apreciación cabal se hace necesario descorrer cada una de las telas con que la exuberancia léxica y la maestría retórica han vestido de velada claridad el núcleo del poema. El retraso en la comprensión del sentido –como si su desciframiento fuera parte de un cortejo platónico– no hace otra cosa que aumentar a cada relectura el deseo de captar su esencia. Poesía rica en versos de un álgebra que no acaba nunca de despejarse.

Producto del singular hermetismo, cualquier acercamiento introductorio a este libro no pasará de ser la transmisión de una experiencia superficial y prescindible. Con todo, es posible señalar ciertos aspectos estructurales, esa matemática encubierta que trasciende la experiencia subjetiva y que viene al caso hacer notar toda vez que insinúa los propósitos estéticos tras la obra.

En Sed de fluir gozan de especial protagonismo una suerte de sonetos de rimas en desorden, mejor llamados catorcetos –según expresión acuñada por Miguel Arteche– en los cuales se evidencia una mayor libertad en el uso de la rima y la métrica que aquella que promulgara el preceptismo clásico. Tales modificaciones formales, junto a la incorporación ocasional de tópicos grecolatinos, nos retrotrae a los ejercicios parnasianos, precursores del versolibrismo, con los que los poetas de la segunda mitad del siglo XIX pusieron de manifiesto su especial cuidado en el vínculo entre signo y contenido a contramano del relajo formal del romanticismo francés. Tal conexión entre forma y fondo puede aquí apreciarse en la sólida y ambigua utilización de la rima, ese encuentro feliz, en palabras de Válery. La filosofía según la cual el anhelo de unión culminaría con el enlace de los sexos reunidos por un “sacro soplo” presenta su correlato directo en los arreglos de la rima. En ocasiones se la hallará pareada, verso a verso, sugiriendo un encuentro súbito, aunque efímero; en otras, se abrochará a varios versos de distancia, cuando ya la expectativa rítmica parecía perdida, sugiriendo esta vez el retardo de la unión sexual con la consecuente ampliación del deseo erótico, según recomienda la doctrina del amor cortés.

De las tres secciones, la central es donde se hace menos evidente los motivos arriba expuestos. Asimismo, es la más clara y, acaso, biográfica. Su función en el plan del libro se justifica en tanto refuerza la idea de que el cuerpo, esa materia frágil y limitada, es un impedimento para que alma aletee hacia la altura.

Tuve la suerte de conocer estos poemas antes de ser publicados y discutir con su autor la pertinencia de ciertos giros sintácticos más o menos inusitados que a la luz de mi primera y poco detenida lectura se me hacían, a lo menos, arbitrarios. Ahora, con la claridad que otorga el tiempo, me resulta imposible pensar que pudieran haber sido escritos de otro modo. El efecto de unos versos admirables procede a veces del desorden que introducen en el orden esperado.

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