En “La semana unionina” son elegidas las mises, aquí apreciables en floreados vestidos. Ahora falta no más ver el esplendor de los carros alegóricos que respaldan a sus beldades: verlas a ellas como estrellas, elevadas a tal honor deambulatorio por el mérito del voto popular. Eso, sin embargo, imagínelo usted solo. No es lo esplondoroso ni el estrellato que estas fotos muestran. Y ni siquiera esa porción huidiza de la conciencia que llamamos cotidiano. Es su otra faz. Antes que lo fotogénico, el génesis de la foto –y de la luz. Pues a veces todo se germina en una mirada, la que trueca el espectador con algún niño que lo mira, que nos mira diciendo tanto, y uno se pregunta por qué ese rostro virgen es tanta intención.
Dicen los fotógrafos: “surge de estas imágenes una suerte de identidad melancólica. Percibimos un silencio, como su fueran paréntesis. Estos silencios nos hablan de algo que viene desde el fondo del cuerpo, como un sueño. Un tiempo común, como si dentro de lo cotidiano hubiese otra historia que todos vemos pero al instante olvidamos.”
¿Cuál tiempo es éste?
Veamos. La imagen existe de por sí, más allá de lo buscado. La foto cuando sale a vagar es grafía del instante: mensaje iluminado que un azar vuelve cabal, simultáneo a la técnica y la voluntad. O, digamos, es voluntad del instante, conciencia del azar, técnica que convive con el azar y lo quiere.
Si está esa suerte misteriosa del instante en su nacer, se entiende que en algunas imágenes algo piense muco en el sitio capturado; y que en otras, como situadas en un sitio equis del mundo, algo más piense en sí mismo. La imagen vierte al espectador la realidad de este lugar representado, y otras veces lo desconecta entero de aquel mar, aquella playa, como anónimos: lo centra en su propia sensualidad.
Y veamos más: por esa ambivalencia, realidad evidente y sensualidad del ojo, se filtra la bruma de la distancia. Las letras de los carteles parecen participar del día a día como pensamientos congelados. Y uno no sabe si el tiempo es un amanecer o su contrario. Porque el cielo duda y la luz sureña pasa con paso acompasado. La imagen pudo grabarse en cualquier momento de la historia de la fotografía.
Más allá de saber cuánto pasa aquí, entonces, se trata de vivir la distancia. A través de ella, justamente, el tiempo desparece y podemos olvidarla: podemos hallarnos allí, de una forma, en la Plaza de Armas de Ancud, sintiendo la jugosa empanada entre los dedos y echando la talla con el caballero barrendero. Estar allí, porque de pronto el congelado segundo de la foto nos empuja en realidad a otro sitio. Y hasta creemos adivinar dónde va la gente, por su pose, aunque la vemos inmutable: difusa en este helado movimiento.
¿Es Chile hoy, hace mucho, nunca? El Chile del santo atrapado en una casa de cristal, como estatua patriótica pero más delicado. El de la religión particular: devota de sus mitos, y que adhiere igual a las mormonerías. El Chile del bosque urbano alzado en muros de madera: bosque prensado contra lluvia, que en su arquitectura es una reminiscencia germana, pero a veces huele a chicha, como en esa casa esquina redondeada como buque. Desde su garita, justamente, parten las micros a la costa, y su primer piso hundido en la cuesta, aunque no se note, es un refugio para marineros del trago.
Todo se mueve y bulle. No, no es un Chile inmutable. El lente va sobre el barco ebrio de la intención: ladea toda una vereda por enderezar de prnto a un aspecto del rectángulo, a un hombre, y sacarlo a la luz. O bien capta a uniformados que en hilera miran, desconcentrados pero aun así sincrónicos.
Y el mayor movimiento está en eso de que la foto no explica su contexto, más bien lo descontextualiza y capta una extraña dirección interna en el evento: da una parada cotidiana, pero ajustada por la simetría de un punto en fuga. Y en que luego entrega un espacio de rayas móviles, un cielo de alambrado: asumido paisaje de líneas, de dirección que levita. O un cielo apocalíptico que las nubes arrastran, cayendo hacia el horizonte. Pero ojo, nunca es de noche, aquí: nunca brilla la chispa corta de una luz artificial: toda visión es sol derramado.
Busco entonces la sombra. Y percibo que yace doquier, muchas veces en la base de la cámara, en ese pavimento que es un lago agitado, que por oleajes tiene pétreas texturas. Primero es la sombra. La sigo. Y al abrazar la luz mi ojo la encarna. Y sube entonces por la rampa del asfalto, por ese universo sombrío en que se pierde, duda. Y tac: ataca la luz con su juego de ir y venir, de rebotes. Y desde el vacío de pronto el ojo encuentra a la imagen, pues la luz revoloteó revelando las formas. Y cuando éstas se vuelven precisas, reina en realidad un detalle: el ojo de un niño, de un semáforo –una señal que lleva–: son núcleos de las formas, que les dan sentido cabal y organizan el movimiento enérgico de la luz. Y se vuelve a definir el ojo en ella.
París, mayo de 2005
No hay comentarios:
Publicar un comentario