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domingo, 23 de enero de 2011

El cuerpo como Ícaro: "Sed de fluir" de Pablo Fante, por José Luis Fernández Castillo





José Luis Fernández Castillo: Doctor en Letras por la Universidad Complutense de Madrid (España); Universidad de Queensland (Australia).





La poesía surge en Occidente, desde sus orígenes, como discurso heterodoxo del cuerpo y sus desórdenes, testimonio de sus dolencias y padecimientos, de sus limitaciones temporales y materiales. La palabra poética no concibió en un principio al espíritu como una entidad ajena o separada a lo carnal, sino como expresión auténtica de sus confluencias más íntimas. “Mi lengua queda rota, un suave fuego corre bajo mi piel, nada veo con mis ojos, me zumban los oídos, brota de mí el sudor, un temblor se apodera de mi toda, pálida cual la hierba me quedo y a punto de morir me veo a mí misma”, escribe Safo describiendo los estragos que el amor produce en su cuerpo. Puesto que también el propio poema – afirma Platón en el libro décimo de la Politeia– es principio deletéreo, desorden tóxico que causa “estragos en las mentes de los que los oyen, cuando éstos no poseen el antídoto conveniente”.

Pablo Fante parte en su poemario Sed de fluir de una comprensión carnal del texto poético. La forma del soneto reclama en este libro su íntima conciencia corporal para sufrir las elevaciones, éxtasis, caídas, quebraduras y supervivencias de un cuerpo cuyo límite o epidermis está constituida por la propia materia versal. Traductor del Bernard Noël de Extraits du corps, Fante comparte con el autor francés un análogo entendimiento de la poesía como auscultación minuciosa, sin paliativos ni falsarias dulcificaciones, de la vida entendida principalmente como experiencia estrictamente corporal. En una época dominada en lo científico por el paradigma de la denominada “embodied mind”, Fante revitaliza desde nuestro horizonte postmoderno el mito del alma como potencia imaginante del cuerpo, o el mito del cuerpo como plena anima mundi capaz de hallar en sí la clave para salvar la distancia entre la materia orgánica y la inorgánica, entre el sujeto corporizado y las cosas. El cuerpo del espíritu o el espíritu del cuerpo, en constante quiasmo, anhela y busca una fluidez originaria: una sed de fluir no sólo en otro cuerpo –a través de un erotismo cuya opulencia barroca y tensión carnal alejan de cualquier deriva convencionalmente platónica– sino en sí mismo, en su propia materia y gravedad. Aquí tiene cabida también el viejo sueño de volar que tantas tradiciones iniciáticas convirtieron en máxima aspiración. Muchos poemas de este libro marcan la deriva de una materia que intenta rebelarse para ascender llevado por una ligereza extática:
Doblado por los kilos este cuerpo,
o, sin más, atraída la cabeza
por raíces que asoman de la tierra,
me derrumbo y al suelo me devuelvo; (…)
 y luego, ver el cielo deslumbrante
de fuego que nublado sólo vemos,
soñándonos el agua y el diamante;
en sobrehumano esfuerzo me enderezo,
y he aquí que sobre tantos años vuelo,
ahogado en nubes ígneas y excitantes.
El cuerpo resplandece o se eclipsa en mitad de una “lucha de la materia y de lo etéreo”, dividido entre el impulso ascensional que aligera y la prevaleciente condición temporal de la carne, que acaba por imponer sus limitaciones y caducidades. Las tres partes del poemario discurren por tres hitos sucesivos: la pareja erótica comprendida como recomposición del andrógino original, la lucha con las dolencias del cuerpo y, finalmente, la entrada en la más perfecta introspección del espíritu, allá donde la carne es solo testigo de su imposible sueño de plenitud eterna. El diálogo con la divinidad que ocupa esta postrera parte del libro constituye la denodada tentativa del autor por convertir el lenguaje poético en el débil eco de una visión trascendente que sobrevive ya tan sólo como prolongada distancia del cuerpo con su anhelo de supervivencia. “Desnudo de sed, reposo la frente en la realidad”, escribe Fante en un texto de la última parte del libro, como si el transcurso introspectivo que el poemario traza condujera a una reconciliación: el cuerpo vuela para caer de nuevo en sí mismo y aceptar acaso su íntimo destino de materia orgánica.

El quevediano conflicto entre la posteridad del amor y la material consumida resuena en unos poemas que hacen del barroco español sustrato de nutricios estímulos. Pero no cae el autor en la mera reconstrucción arqueológica de resonancias y alusiones más o menos eruditas. Bien es cierto que la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, y en especial su Primero sueño, brilla como uno de sus referentes mayores en muchos pasajes del poemario. Cuando el autor se centra en la reconstrucción de los procesos de la digestión o menciona cualidades de fisiología aristotélica como “la imaginativa” nos lleva a la memoria de unas fuentes contempladas, no obstante, con la distancia de la ironía y el humor. Y acaso sea este último atributo, el humor, en su vertiente más inclinada hacia el absurdo, lo que destaque con especial vigor en el lenguaje de Sed de fluir. Arcaísmos lingüísticos (“la mi sangre”, “cáigome”…) se combinan con imágenes de furor sexual que colindan con lo grotesco o lo surreal (“una criatura me crece, un conejo”, “moluscos más vivos que carnes”), enrareciendo el lenguaje con una audacia enconada que tiene algo del placer lezamiano por el juego poético inasequible a convenciones y sobriedades.     

Pablo Fante ha escrito un libro complejo, cuyo lenguaje se revuelve en continuos retruécanos y niveles de lectura. Su inmediato valor procede de su carácter insólito en el panorama de una postmodernidad que en el ámbito hispánico discurre por senderos muy distintos, en gran parte marcados por la tradición poética anglosajona. Si un poema tiene la edad de los ecos que en él se escuchan, la poesía de Fante es muy vieja y sin embargo acaba de nacer o está en perpetuo nacimiento, como le sucede a la obra que encierra complejidad fecunda.

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