Por Pablo Fante. Publicado en Revista Nigredo, vol. 1, París, 2003.
"¿Ha de desaparecer acaso
nuestra muerte en la tierra?"
1. Conejo, 1402 / 6-Pedernal, 1472. En la corte sabia de Texcoco trenzaban florido canto: con cacao de ebriedad, esmeralda, tabaco y plumajes. Nezahualcóyotl cantó, palabra e imagen, desde la Casa de Pintura glífica. Sometía los versos a sus pares movilizando códigos nahuas de composición, el difrasismo canto y flor: arte: poesía. Esta tradición, claro, es una secreta laguna. No nos llega su música, aunque flote el ritmo. Pero todo ondula hacia la muerte, a la creencia universal.
Pues he aquí lo que nos aterra. Los cantos queman. Con amargura tal que el lector evita la lectura detenida o la vuelve exótica. Incluso la exhuberancia desespera; a más gozo que dan jade y plumaje, más se sufre de pobreza. Y por ello las flores son y no son: aroma real o espejos espirituales. Son aromas del auge a lo divino.
El hombre es ave policroma, guacamaya de placer. Y como tal se hiza en el canto y lo besa, al Dador de Vida. Nezahualcóyotl heredó de los toltecas a un creador de partición andrógina, Ometéotl. Desde el origen dual, el espíritu se animaliza y vuela, mientras el cuerpo sueña. La estadía terrenal, entonces, inestabiliza con su extremo gozo. Jardín donde a los sentidos nubla lo finito sentido. Pues si lo sacro en Nezahuahualcóyotl roza la nada, allí nace, justamente, el núcleo del canto: angustiado pero fértil. La elevación danzando, única, debía salvar al compositor del vacío que enunciaba.
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