
Publicado por primera vez en la RevistaVA, n. 0, agosto 2007.
“Aunque se trate de gorilas –acotó Batman.
–Ojalá tuviéramos aquí uno de verdad,
a la cabeza de nuestro desdichado país.”
Lihn se inicia en la novela con Batman en Chile. Pero, a pesar del tripartito título vendedor, ésta es olvidada en la circunstancia de su publicación: junio de 1973. ¿Es sólo eso: una novela de circunstancia? Los hechos objetivos: Batman, fiel defensor de la ideología del bien y del mal, aterriza en Chile durante la Unidad Popular, país legalmente gobernado por el peligro rojo. Y, desarmado de su astucia y abandonado a su iniciativa privada, se pierde. Lihn se basa en esta paródica paradoja: Batman, maniatado por el discurso que lo conforma, quiere y no puede golpear a los pillos legalmente –en Chile es la CIA quien planea romper la voluntad de las urnas. Se entrelazan entonces trama y política, donde Chile se torna un lugar de autorreflexión para la Gran Sociedad, y Batman en Chile una novela de autorreflexión sobre los trabados engranajes del país.
¿Novela comprometida? ¿Qué hacer del discurso político? Vamos con cuidado. Con Batman en Chile, Lihn demuestra que “la literatura es una política”: que los discursos literario y político se imbrican; y que disjuntos son igualmente disfrutados, superando la referente coyuntura. Así, aunque la base profusamente histórica pueda descolocar hoy, digamos mejor que la despierta ironía de Lihn descoloca con frescura, con “modernidad”. Hay realismo de época esencialmente en la reflexión que provoca la parodia.
Porque Batman en Chile es polémica más allá de la visión histórica y la tendencia política: es sobre todo una parodia de la polarización. Para Lihn, la UP necesitaba extender su base. Es decir, vencer la polarización en pos de una voluntad nacional de crecer, evitando el desgaste del careo. Lo logra la literatura con una visión lúcida en su multiplicidad –es más real al ser sin fin compleja. Batman en Chile no deja de burlarse del miedo al otro y de las falsas acusaciones, por parte de capitalistas o marxistas, llamando al auto de fe –que sufrió el propio Lihn con “Por la creación de una cultura popular y nacional” (Cormorán, diciembre 1970). Lihn, aunque apoyó al gobierno de Allende, defendió sobre todo la tolerancia y la pluralidad cultural: la lucha es antiimperialista. Lihn se espanta de la conquista de Chile a través de la aculturación. Es crítica del totalitarismo cultural: totalitario en su objetivo político, que desconfía en el fondo de la cultura porque ésta otorga una visión seductora de un mundo de múltiples y válidas posiciones.
Pero, para entender esto, es necesario volver a la puerta del libro y aclarar quién es Batman para Lihn. ¿Batman en Chile enviado por la CIA? Y yo que lo pensaba nacido en Ciudad Gótica, una extraña capital posmoderna (gótica por angustiosa oscuridad) de quién sabe qué antigua colonia anglosajona. Pero no. El Batman de Lihn nace en una imposible ciudad, cuyos edificios morales son finamente tallados por la ideología norteamericana. O, mejor dicho, él es en sí mismo toda la incongruencia de dicha ideología: una criatura atléticamente preparada para la simpleza reductora.
Al evitar pensar no ve lo inmoral, y al verlo se bloquea. Batman, en cuanto ícono, no puede desdoblarse para observar su propia naturaleza a la luz de un análisis sociológico –al que sí lo somete Lihn. Sucumbe, en cambio, en las sombrías aguas del Pacífico: su claridad ideológica es en el fondo confusión por falta de razonamiento. La realidad chilena lo ciega y congela en una actitud infantil: su gobierno, “la Gran Sociedad”, lo ha criado cual niño irresponsable e irreflexivo, por carencia de las costosas armas críticas. Por ello, fresco producto, fue gestado sin recuerdos, al igual que América ha anhelado nacer como campesina virgen y esperanzada. Lihn lo funde con Superman: la caricatura de un granjero americano, musculoso de avena y sermones.
Pienso también en la película casera de Lihn, La muerte de Tarzán. Ícono pop propulsado a mito occidental por los eficaces medios de la Gran Sociedad, Tarzán es hombre-mono, humano más que humano. Recuérdese que la figura del cómic es una variación del culto al héroe o semidiós, incluyendo la metamorfosis: una intervención de los dioses en lo humano a través de jugarretas con el orden cósmico. Por ello Lihn, pequeño dios en su relato, sigue inicialmente la tradición: lo traza en tono épico, con el culto al físico más cercano de Aquiles que de Ulises el astuto. Y con facciones de un “heroísmo demoníaco”: frío exceso del hombre que se pierde a sí mismo en su ciencia.
Pero luego Batman evoluciona, desbaratándose al unísono el discurso aculturador. Y he aquí que un cirio se alumbra en la pieza oscura de la novela. El héroe es dibujado en fulminante caída –y subterráneo ascenso– de ralo producto a ser humano. Caída al abismo de ser: de saberse mortal en un universo oscuro que no explica por qué se vive muriendo: de saberse de carne y hueso cuando a la voluntad la muerde el sexo. Batman en viaje a la profundidad de sí mismo, ante el misterio de sus pulsiones. Ovalado en sus alas, fetal, precediendo el coito. Batman que, al excitarse, se sueña andrógino, nadando al alma de la fertilidad.
Sáquense las consecuencias de esta humanización: si Batman es, además de personaje, un emblema de imperialismo cultural, el humanizarlo declara la ideología inhumana e inaplicable. El “ocaso del ídolo” resulta inevitable tras confrontar al norteamericano real con la criatura épica que ha ideado para soñarse y justificarse. Su caída es desenmascaramiento. Sobre todo con esta acusación de parricidio: la CIA, nos dice la ilustración de la portada, envía a Batman a Chile; pues bien, lo ha enviado a sufrir su ocaso, en acto cabal de maquiavelismo.
Por ello, si Batman encarna la hueca y crepuscular ideología de exportación, Lihn le acopla la otra cara del espejo: la hermosa cara norteamericana de una encarnación femenina del desprecio, de la violencia pragmática en pos del poder. Y, claro está, encarnación excitante. Pero frígida, a imagen del país en que, dice Lihn, la belleza del sexo se confunde con el tiempo libre. Y para quien Batman en la cama no es sino equina agitación. Batman y la ideología de exportación son vencidos –que ser seducido es, de cierta forma, una derrota– por el discurso pragmático: por la heroína épica de una epopeya maquiavélica de realpolitik, que desvela la “Democracia de los Fuertes”. Son vencidos por la violencia misma, irracional, que prona una “higiene de la muerte contra las razas inferiores”. Así mismo es enviado el marine a la guerra suicida, a saciar su sed de reír sobre la muerte. La violencia en su extremo de locura implica la autodestrucción generada por el individualismo de odio, donde el suicidio es un acto de amor propio.
En suma, Lihn desintegra al ícono-Batman en esta desvelada pluralidad de discursos, para extraer, poco a poco, de su profunda sombra, al hombre que duda entre sus pulsiones sexuales y el darse a la guerra bestial que su nación desarrolla en el subdesarrollo. En este trance, necesariamente, Batman se da de puñetazos con el lenguaje mismo, en toda su pluralidad, encarnado por un despiadado narrador, de prosa incansablemente pensante en sus enérgicos adjetivos. He allí el superhéroe. Ese lenguaje superconsciente lo ataca con múltiples puntos de vista, lo desarma en su esencia de personaje novelesco con carne de lenguaje. Los pensamientos de Batman son capturados con el mismo tono frenéticamente lúcido del narrador, confundiendo narrativa y política. Mientras más inteligente el narrador, más irónico. Mientras más loco el argumento, más rabiosamente lúcido su discurso. Es el arte de interrumpir el relato en pos de un superlenguaje, para derrumbar “la hipertrofia de la retórica [...] como una lengua muerta”.
En una conferencia de 1981 sobre sus propias novelas, Lihn se mofa de sus laboriosos amigos y críticos, inquisidores ante las obras exigentes. La lúcida prosa de Lihn, de múltiples voces fundidas en un hilo de pensamientos disímiles pero uniformados, efectivamente exige. Pero por sobre todo inquiere, tanto al lector como a sus propios personajes. Y uno duda: ¿personajes o ideologías vivas en los oleajes de las conciencias fluctuantes? Y duda hasta que la prosa de Lihn arrasa consigo misma. Los discursos se vuelven caricaturales. Y la historieta surge en su versión tradicional: deformación de los rostros hacia sus extremos. Espejo deformante que revela el carácter histriónico y bestial del mundo lihnesco.
Batman en Chile o El ocaso de un ídolo o Solo contra el desierto rojo
Editorial de la Flor, Buenos Aires, junio de 1973, 134 páginas
Pablo Fante
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