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viernes, 4 de junio de 2010

La familia: primer protagonista hacia el gusto de leer



(Ensayo de Pablo Fante publicado en Leamos juntos, Santiago, MINEDUC, 2009)


1. Una herencia lectora familiar

Las lecturas son una herencia. Un joven lector apoyado por su familia es un árbol que, fértil, extiende sus ramas al viento y hacia nuevos rumbos, pero que se abreva al mismo tiempo en sus raíces. Ese árbol es nuestra cultura: una herencia que florece en aires nuevos y cuyo profundo origen vamos siempre redescubriendo. La lectura, por ello, brota de la herencia cultural que se otorga en el hogar. Dialoga con el lenguaje propio de cada familia, con sus frondosas variantes regionales. Así, el niño o niña vive rodeado por un bosque de lenguaje oral y de experiencias, y todo contribuye a volver natural el ejercicio de leer el mundo.

Las personas adultas son un modelo de lectura para las más jóvenes porque propician que la lectura sea un elemento esencial del ambiente cotidiano, y porque inspiran en la niña o niño una admiración cargada de afecto. Toda la familia participa del gusto por la lectura. Pero no olvidemos que cada hogar es diferente: el modelo de lectura puede ser tanto la madre o el padre como la abuela, un hermano, una prima o cualquier persona cercana al hogar que suscite una relación afectiva. Asimismo, ante la carencia de un modelo familiar, el coordinador CRA también ha de actuar como modelo de lectura. El fomento lector involucra a toda la familia, sea cual fuere la edad.

2. Leer la voz

Los padres son el primer maestro de sus hijos: muchos de los buenos lectores recuerdan haber integrado la lectura en el hogar, a edad temprana y con sus madres.[1] Descubrimos el lenguaje en el hogar. Por ello, la familia es el primer agente de aprendizaje: con ella pronunciamos las primeras palabras. Puede entonces motivar la lectura a través de variadas acciones: leyendo carteles, descubriendo los libros álbum, comentando fotografías. Lo esencial está en el estímulo. Como señala Graciela Bautista, de la Fundación Lectura Viva: “El contacto con la poesía desde los cero meses desarrolla más la sensibilidad. Al bebé hay que hablarle. Él escucha palabras, sonidos. Percibe muchas cosas a través de sus sentidos: aprende a leer el mundo. Y los adultos también aprenden del bebé: leen al bebé.[2]

En ese sentido, la lectura compartida entre un adulto y un niño es esencial. El texto escrito es un tradicional depositario de memoria, pero no es el único medio que vehicula la información. Antes que él existe la palabra, el gesto, el afecto hacia el narrador de cuentos. La oralidad está en la base de la lectura. El adulto, al colaborar con una niña o niño en la experiencia literaria, enseña el valor de la palabra y comparte sus propias fantasías.

Por lo mismo, la lectura en voz alta por el padre o la madre otorga la calidez propia de la relación parental. Y esto es reforzado por la calidez física. No olvidemos el paso de nuestros soplos por nuestras cuerdas vocales, la lengua, la boca: el instrumento musical de nuestros cuerpos. Al hablar, circula un viento oxigenado por nuestras cavidades, agitando luego las ondas del aire con la exhalación que llamamos voz. Cuando el padre o la madre lee a sus hijos en voz alta, devuelve el texto a la riqueza sonora del cuerpo y brotan nuevas emociones. La lectura adquiere la calidez de la voz, la tibieza del soplo, la profundidad del pecho.

Adquiere también las inflexiones –la música propia a cada idioma. Nuestro castellano, acentual, es rico en ritmos. Una lectura oral que insiste en los ritmos será siempre agradecida. Logrará en los niños, como reza la aliteración de San Juan, “un no sé qué que quedan balbuciendo”. El ritmo imprime en la memoria la sensibilidad del idioma. Y es asimismo un juego. La familia puede jugar con el niño o niña a leer, aunando lenguaje y musicalidad. Y teatro. Porque un texto bien comprendido se actúa: se le da una dimensión física, a través del tacto y los gestos, del rostro que al moverse también profiere. El cuerpo que se despliega se vuelve signo, letra móvil.

3. A leer se aprende

Aprender a leer, entonces, comienza desde el primer acercamiento al lenguaje –de una imagen o de palabras. Se alcanza más tarde el lenguaje decodificado –la escritura. Interviene, por último, el análisis y la formación de un lector crítico. La familia guía a cruzar el umbral hacia la lectura y luego sigue presente en la aventura de recorrer tan vasta morada, abriendo ventanas hacia nuevas lecturas. Trabajo de exploración que a largo plazo es mutuo: enseñando, la familia se retroalimenta de lo leído y también aprende. El estímulo de la lectura en la familia nutre a todos. Y las lecturas se vuelven cada vez más vastas, claras y placenteras

Aprendemos siempre, por capas sucesivas, acumulando lecturas. Estas lecturas dialogan entre sí gracias a nuestra memoria y se enriquecen unas a otras. Pensemos en el árbol que  mencionamos al principio de estas líneas. El placer de la lectura está asociado tanto al reconocimiento de una manera de escribir (gracias a nuestras raíces), como al descubrimiento de lo nuevo de esa escritura (nuestras fértiles ramas de interpretaciones). Es decir, nos adaptamos a las diferentes maneras en que están escritos los textos, y éstos se nos vuelven más placenteros porque nos sentimos seguros en la lectura y, sin embargo, abunda la novedad.

A leer se aprende: es un proceso. La familia inicia este proceso y se encarga de mantenerlo en el tiempo. Porque, claro está, la aventura literaria también conoce fracasos. Pensemos en una obra exigente, que podría descorazonar a muchos lectores. Quizá la mayor dificultad y el mayor placer al leer el Ulises de Joyce es sentir que la obra exige una pluralidad de lecturas. Es decir, que debemos leerla de maneras muy variadas, asumiendo que una novela encierra múltiples novelas, cada una de ellas escrita a su manera. En ese sentido, la familia debe asegurar con paciencia los cimientos lectores. La autonomía del niño o niña es posterior. En un primer momento, la familia acompaña el proceso de aprender: sigue los avances del hijo o hija, animando a ampliar la diversidad de lecturas.

Porque, como indica un estudio de Morawski y Brunhuber, los lectores eficientes poseen un control interno sobre lo que leen y participan apasionadamente del aprendizaje.[3] En efecto, leer es saludable para el pensamiento porque exige ser activo: exige sentir que podemos intervenir, en diálogo directo con el pensamiento que encarna, y, por qué no, incluso con su estilo. Es decir, sentir que damos la mano a la idea, en apretón de sentidos. El texto seduce: hay que bailar con él. Porque sentimos y damos sentido al mundo al leer. El lenguaje, al leer, es el mundo. Somos responsables de actuar al beber lenguaje, pues damos al texto tantos sentidos como de él recibimos.

Cualquier tipo de placer presupone una iniciación: implica una educación de los sentidos y saber comprender los deseos propios y del otro. La familia es fundamental para esto. Mientras más un niño oye o ve lecturas en el hogar, más desarrolla su sensibilidad y su deseo de interpretar conscientemente el mundo. Por ello, la lectura se enriquece cuando existe en una familia un uso vasto del lenguaje oral y, también, cuando el niño se acostumbra al uso de la lengua para formular ideas y analizar el mundo. Esto se completa con la lectura de imágenes en el cine, con la compresión de un discurso radial o del lenguaje musical. Al desarrollar desde temprana edad una curiosidad de comprensión en diálogo con el mundo adulto, se crece con una mayor exigencia: con una mayor capacidad crítica.

La familia que construye buenos lectores forma a una persona convencida de su derecho de cuestionar e interpretar el mundo según sus experiencias, con posturas variadas –actitud necesaria para seguir aprendiendo siempre. Este placer al leer está relacionado con el contacto personal con la lectura y el libro. En ese sentido, el hogar es un espacio privilegiado.

4. El libro en el espacio personal

La familia actúa en espacios personales. Como explica Mircea Eliade [4], en nuestra representación del mundo algunos lugares son centrales. En especial nuestro hogar, que constituye un núcleo sagrado y nos permite situarnos en el mundo. Allí, nos rodean los seres y los objetos más cercanos. Por ello, los libros deben estar presentes: ser materia cotidiana. En un hogar, el libro es parte de los implementos materiales, junto a la mesa donde comemos, el lecho en que soñamos: el libro nutre con imágenes e ideas los sueños. Como dice Borges:


De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.[5]

El libro es un objeto. Pero, denso enramado de letras, es más que eso. El libro es un depositario de información: un resguardo cultural. Y, al mismo tiempo, con su vendaval de sugestiones, un convite al viaje de la imaginación. Cuando un libro ingresa al espacio privado del hogar de una niña o niño, se vuelve un objeto personal. En este caso, el placer lector emana de una iniciativa y un compromiso personales con lo leído y está listo para otorgar toda su riqueza. La familia es el primer protagonista para hacer posible este gusto por leer.



[1] MORAWSKI, Cynthia, BRUNHUBER, Barbara. "Early Recollections of Learning to Read: Implications for Prevention and Intervention of Reading Difficulties”. Reading Research and Instruction, v. 32, n. 3, 1993, p. 35-48.
[2] Entrevista realizada por CRA, abril 2008.
[3]MORAWSKI, Cynthia, BRUNHUBER, Barbara. Op. cit., p. 35-48.
[4]ELIADE, Mircea. Lo sagrado y lo profanoBarcelona, Paidós, 1998.
[5]BORGES, Jorge Luis. “El libro”. Conferencia pronunciada en la Universidad de Belgrano el 24 de mayo de 1978, publicada al año siguiente en el libro Borges oral, Buenos Aires, Emecé Editores / Editorial de Belgrano.

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